viernes, 12 de marzo de 2010

Muere Delibes, un grande de la literatura universal




Un sabio del campo

por PEDRO CÁCERES

Dentro de poco, habrá que leer a Miguel Delibes con el diccionario en la mano. Casi nadie podrá entender el vocabulario del ámbito rural que emplea en su obra. Porque ese mundo campesino de obras como 'El camino' (1950) o 'Las ratas' (1962) ya desapareció. En la segunda mitad del siglo XX, cuando desarrolló su obra narrativa, España pasó de ser rural a urbana. Se perdieron los usos, las herramientas y las palabras que los describían.

Delibes vivió el último suspiro de una sociedad en extinción y retrató su forma de acercarse al mundo y entenderlo. Su mirada no tuvo la frialdad del taxónomo ni la falsedad del costumbrista, sino la naturalidad casi periodística de quien conocía y amaba aquello de lo que hablaba.

Al fin y al cabo, fue siempre una persona de provincias. Le ofrecieron puestos en Madrid, pero no quiso dejar su Valladolid natal. Y eso supuso vivir junto al campo. El acercamiento le vino por una pasión, la caza, que le llevó a pasar miles de amaneceres en los sembrados, a fraternizar con personas ligadas a la tierra y a escrutar, como ellos, el cielo. Esa afición deja páginas inolvidables en títulos que van desde 'Diario de un cazador' (1955) a 'El último coto' (1992).

La caza, tal como Delibes la entendió, era algo consustancial al 'ecosistema campesino'. Después, él mismo lamentó que la modernidad la estuviera convirtiendo en algo industrial y dirigido a ociosos urbanitas. Delibes avisó continuamente del deterioro que padecían, a la vez, la caza y el campo. Y, así, fue un pionero al informar de que la desertización humana, el abandono de las prácticas tradicionales, la intensificación productiva, la concentración parcelaria, el monocultivo y el uso de químicos estaban dejando yerma Castilla. Eran los años 70 y el ecologismo apenas se estaba empezando a inventar como movimiento social.

Hay que leer su discuso de entrada en la Academia, 'Un mundo que agoniza' (1979), para darse cuenta de su radical compromiso con el medio ambiente. Y también para apreciar la sabiduría de su análisis. Mientras el primer ecologismo se centraba, y no sin razón, en los males industriales y la polución urbana, el escritor tenía una visión integradora y amplia. Lamentaba la destrucción del territorio rural. Y recordaba que eran sus habitantes, los ganaderos y agricultores, las víctimas de lo que ocurría. Y los únicos capaces de salvar el campo, si es que ellos lograban salvarse antes. Sólo ahora ha empezado la Administración a darse cuenta que Delibes tenía razón.

Nunca cejó en su empeño y, en 2005, firma con su hijo Miguel un testamento ecologista: 'La tierra herida'. ¿Qué mundo heredarán nuestros hijos? En ella, se pregunta por el cambio climático, el colapso de las pesquerías mundiales o la pérdida de la biodiversidad en todo el planeta. Y vuelve a preocuparse de nuevo por el campo, su campo castellano.

Miguel Delibes fue un señor de campo, un ecologista y un Dersu Uzala castellano.
Le echaremos de menos.

El castellano conciso

por VIRGINIA HERNÁNDEZ

«Con afecto. Miguel Delibes». Directa, sin florituras inútiles. Como sus libros. Esa fue la dedicatoria que el escritor vallisoletano firmó para nuestros lectores en la última Feria del Libro de Madrid. Una sola palabra que decía mucho del maestro, del castellano recio que siempre fue y que retrató como nadie una tierra poco dada a los excesos. Del novelista que fotografió la vida rural cuando todavía no estaba condenada a la desaparición. Miguel Delibes cumplió los 89 el pasado octubre, pero no tenía ganas de hacerlo («Doy mi vida por vivida»). Arropado por su siete hijos y sus nietos que, como él decía, nunca le habían fallado, echaba de menos a su esposa, Ángeles Castro, a la que perdió 35 años atrás, y poder enhebrar de nuevo una gran novela: «La imposibilidad de concentración seca mi cerebro», reconocía sin circunloquios.

Se despidió con 'El hereje' (1998) y, bromas de la vida, el día que terminó la última página, el médico le diagnosticó un cáncer de colon que le obligó a pasar varias veces por el quirófano y a renunciar a su pasión. A reconocerse que ya era viejo («yo entiendo que la medicina ha prolongado nuestra vida, pero no nos ha facilitado una buena razón para seguir viviendo»). Pero su adiós ya estaba anunciado: su discurso del Premio Cervantes cuatro años antes ya marcaba la línea que pensaba seguir: «El arco que se abrió para mí al obtener el Premio Nadal se cierra ahora, en 1994, al recibir de manos de Su Majestad el Premio Cervantes».

El Nadal, que había inaugurado su amiga Carmen Laforet en 1945 con la revolucionaria 'Nada', inició sus pasos como escritor al galardonar 'La sombra del ciprés es alargada' (1947), una novela pesimista, que le dio muchas satisfacciones como autor, aunque su preferida era 'Viejas historias de Castilla la Vieja' (1964). Delibes aseguraba en una entrevista: «Mi tristeza esencial no es ninguna novedad. Decir al lector que yo viví las penas de 'La sombra del ciprés...' desde los seis o siete años le dará pie para pensar que de crío tampoco fui la alegría de la huerta». Tercero de ocho hijos, acudió el Colegio Lasalle de Valladolid y completó Comercio y Derecho y los estudios de Periodismo en la Escuela Oficial de Madrid. Con 26 años obtuvo la cátedra de Derecho Mercantil en la Escuela de Comercio de su ciudad, de la que fue director su padre, Adolfo Delibes.

Antes, a los 21, había comenzado a colaborar como caricaturista y redactor con 'El Norte de Castilla', diario del que fue director entre 1958 y 1963. El Periodismo le dejó la virtud de decir mucho con pocas palabras: «Me enseñó a valorar la humanidad de la noticia. Y como trabajé en una época en la que los periódicos tenían dos hojas, aprendí a economizar las palabras, a decir muchas cosas en poco espacio». En 1950 publicó 'El camino', probablemente una de sus novelas más conocidas. Ya al frente del periódico escribió 'La hoja roja' (1959) y 'Las ratas' (1963). En las tres novelas se aprecia un respeto casi reverencial a la naturaleza que le acompañaría siempre, incluso obtuvo en 2008 el 'Honoris Causa' por la facultad de Biología de Salamanca. La censura le apartó del mando del periódico: «Dimití porque el señor Fraga quiso imponerme un subdirector que hiciera las veces de director y, en consecuencia, me controlara. No pude aceptarlo».

Después llegó 'Cinco horas con Mario' (1966), el monólogo que inmortalizó Lola Herrera sobre los escenarios; fue elegido académico de la RAE, en la que ingresó en 1975; escribió 'El disputado voto del señor Cayo' (1978), 'Los santos inocentes' (1981), obtuvo el Príncipe de Asturias (1982), compartido con Gonzalo Torrente Ballester, el Nacional de las Letras en 1991, el Cervantes en 1993... Una carrera plagada de éxitos de quien se describió a sí mismo en una ocasión como «un chopo alto y solitario, puntiseco, dominando un mar de surcos con los trigos apuntados».

Apasionado de la caza —lo heredó de su padre— y amante del cine, en sus últimos años echaba de menos sentarse en una butaca de pasillo acompañado del acomodador y su linterna. «El cine en casa en un sucédaneo», aseguraba, y su sordera no le dejaba distinguir en las salas entre diálogo y música. Tuvo muchas oportunidades de ver sus novelas en pantalla y tenía sus preferencias: «Ha habido de todo: grandes películas como 'Los santos inocentes', de Camus; buenas películas como 'El señor Cayo', de Giménez Rico; malas e infames películas, como 'La sombra del ciprés es alargada', de Alcoriza».

Se confesaba de centroizquierda y cristiano convencido y su sueño era ver una justicia divina que el mundo no mostraba: «Espero que Cristo cumpla su palabra y ella nos traiga una paz y una justicia perdurables a los que tanto las hemos predicado. Para mí eso podía ser una forma de vida eterna». Apartado en su casa debido a la enfermedad y la vejez, Delibes no se olvidó de la actualidad y denunció los peligros del cambio climático, los desmanes de George Bush al negarse a firmar el Protocolo de Kioto, los sueldos descabellados de los futbolistas, la ambición de poder de los políticos... Escritor, periodista, en definitiva, una mente verdaderamente lúcida.

spaña 1939-1950. Muerte y resurrección de la novela española, por Miguel Delibes

“Si se me pidiese un nombre, uno solo, entre los aparecidos en la novela española de posguerra, con mayores posibilidades de supervivencia, es decir, con categoría suficiente para afrontar la inmortalidad literaria, yo daría, sin vacilar, el de Rafael Sánchez Ferlosio. [...] Basta conocer a Ferlosio para adivinar en él al hombre impar, el hombre diferente, para descubrir a través de su conversación una veta de genio y de ingenio [...] Ferlosio quedará si él se lo propone; si él decide un día seguir escribiendo. [...] Su vida marcha acorde con su postura ante el arte”.

“Falta de humor, también, sombría, propensa a la adjetivación cromática, precoz y excepcionalmente prolífica, se nos ofrece la novelista Ana María Matute, la más asidua y personal de cuantas mujeres escriben hoy en España. [...] En todo caso, se diría que Ana María Matute se ha anclado en la infancia; no se resigna a abandonar su conciencia de niña y, de este modo, llena todos sus escritos, bien con aventuras de infancia o bien con la nostalgia de la niñez perdida. Un tinte de candor, de ingenuidad doliente, se extiende por todas sus obras, incluso las más pretendidamente dramáticas. Y esta puerilidad, este candor -que es la impronta que define las obras de esta escritora- ese, en definitiva, regusto por la realidad mágico-trágica, se advierte igualmente en el afán de dejar en la nebulosa los ambientes de sus obras”.






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